Pío Moa
Boletín nº 108 Pág. 19
La mayoría de la gente tiene hoy la imagen de la República proyectada por una historiografía muy politizada: un régimen de izquierdas llegado con la misión de solucionar una serie de problemas ancestrales nacidos de la incuria y los privilegios de la derecha. La realidad, como recordará el lector, es harto diferente. Fueron los políticos derechistas Alcalá-Zamora y Maura quienes unieron a los republicanos y los impulsaron a tomar el poder, y lo hicieron con el fin, no de cumplir supuestas «misiones», sino de instaurar una democracia normal, con posibilidad de alternancia entre derechas e izquierdas y solución de los problemas según dictase el voto mayoritario. La iniciativa de dichos dos políticos tuvo otro doble efecto de alcance: debilitó a los monárquicos y calmó la desconfianza de gran parte de la opinión pública ante los conocidos mesianismos republicanos. Gracias a ello la República «advino» entre el entusiasmo de unos, la confianza de otros y sin ninguna oposición significativa (salvo la de los comunistas, muy pocos por entonces).
Maura y Alcalá-Zamora conocían el mesianismo y las manías antirreligiosas de las izquierdas, pero creían poder neutralizarlas mediante el establecimiento de unas libertades generales, elecciones libres, y la participación activa de las derechas en el proceso republicano. Y había otro hecho alentador: el PSOE constituía, con gran diferencia, la fuerza más potente, organizada y disciplinada del nuevo Régimen, tanto en la izquierda como en la derecha. Debía esa ventaja, como hemos observado, a su colaboración con la dictadura de Primo de Rivera. Pues bien, bajo la dictadura, los socialistas habían renunciado en la práctica a sus violentos extremismos anteriores, inclinándose por la moderación socialdemócrata. Lógicamente esa tendencia debía acentuarse en la República, un Régimen más afín a sus aspiraciones, convirtiendo al PSOE en un decisivo factor de equilibrio.
LA QUEMA DE CONVENTOS
Esas expectativas razonables iban a recibir en seguida un tremendo golpe: la llamada «quema de conventos». El 11 de mayo, antes de un mes desde la ocupación del poder por los republicanos, las turbas izquierdistas comenzaron en Madrid una oleada de incendios de edificios religiosos, tras un frustrado intento de asaltar el diario monárquico ABC. Típicamente, la agresión comenzó fabricando un incidente por la supuesta emisión de la Marcha Real desde un piso de monárquicos (algo perfectamente legítimo, si realmente ocurrió), y difundiendo bolos sobre el imaginario asesinato de un trabajador por el marqués de Luca de Tena. Métodos usados desde las matanzas de frailes del siglo XIX so pretexto de que envenenaban las fuentes públicas.
UN DESASTRE CASI INCONCEBIBLE
Todo indica que, como el 13 de abril, los incendiarios salieron del Ateneo, convertido desde meses atrás en centro de agitación republicano con fuerte influencia masónica. Los incendios cundieron los días siguientes por Andalucía y Levante, dejando un balance final de unos cien edificios destruidos, incluyendo iglesias, varias de gran valor histórico y artístico, centros de enseñanza como la escuela de Artes y Oficios de la calle Areneros, donde se habían formado profesionalmente miles de trabajadores, o el colegio de la Doctrina Cristiana de Cuatro Caminos, donde recibían enseñanza cientos de hijos de obreros; escuelas salesianas, laboratorios, etc. Ardieron bibliotecas como la de la calle de la Flor, una de las más importantes de España, con 80.000 volúmenes, entre ellos incunables, ediciones príncipe de Lope de Vega, Quevedo o Calderón, colecciones únicas de revistas, etc.; o la del Instituto Católico de Artes e Industrias, con 20.000 volúmenes y obras únicas en España, más el irrecuperable archivo del paleógrafo García Villada, producto de una vida de investigación. Quedaron reducidos a cenizas cuadros y esculturas de Zurbarán, Valdés Leal, Pacheco, Van Dyck, Coello, Mena, Montañés, Alonso Cano, etc., así como artesonados, sillerías de coro, portadas y fachadas de gran antigüedad y belleza… Un desastre casi inconcebible.
AZAÑA: «TODOS LOS CONVENTOS DE MADRID NO VALEN LA VIDA DE UN REPUBLICANO»
Pero lo más revelador fue la reacción del gobierno y de las izquierdas. Azaña paralizó en seco cualquier intento de frenar los disturbios, arguyendo: «Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano». Alcalá-Zamora, jefe del gobierno provisional, escribe con amargura en sus memorias: «La furiosa actitud de Azaña planteó, con el motín y el crimen ya en la calle, la más inicua y vergonzosa crisis de que haya memoria». Pero omite su propia actitud contemporizante y amedrentada, reseñada en cambio por Maura. A los pocos días, en una reacción final muy desmesurada cuando el mal estaba hecho, el gobierno declaró el estado de excepción y movilizó al Ejército, cesando instantáneamente los desmanes. Unas pocas compañías de la Guardia Civil habrían bastado para impedirlos.
Las izquierdas en general justificaron las tropelías atribuyéndolas «al pueblo», y culpando a las derechas por haber «provocado a los trabajadores». El socialista amenazaba: «Si de algo han pecado los representantes de la revolución victoriosa es de excesivas contemplaciones con los vencidos» (no habían vencido a nadie, los monárquicos les habían regalado el poder). Viejo talante, que identificaba al pueblo con unas turbas de delincuentes, y, lógicamente, a las mismas izquierdas con semejante «pueblo». Aún más graves que los incendios resultó está clara inclinación de las izquierdas a vulnerar la ley y amparar las violencias so pretexto de un pretendido carácter popular.
UNA GRIETA EN LA OPINIÓN PÚBLICA
La Iglesia y los católicos protestaron, pero sin violencia. Ello no aplacaría a las izquierdas, que lo interpretaron como signo de flojera y mantuvieron su agresividad. Contra toda evidencia, siguieron acusándolos de violentos e intolerantes, manifestando al mismo tiempo burla y desprecio hacia ellos, y sosteniendo, con sorna contradictoria, que la misma Iglesia había provocado adrede los disturbios, para desprestigiar a la República. Pero la casi increíble mansedumbre de la reacción derechista, debida en parte a su desorganización, no impidió que en aquel momento se abriese una grieta profunda en la opinión pública. Quienes desconfiaban del nuevo Régimen vieron confirmados sus temores, y muchos que lo habían recibido con tranquilidad, incluso con alborozo, mostraron su preocupación. Entre ellos Ortega. Empezaron también las conspiraciones monárquicas en el Ejército, aunque tan irrelevantes como las republicanas anteriores.
MAURA «ERA UN MANICOMIO DESBORDADO»
No cabe exagerar las consecuencias políticas, bien descritas, tardíamente, por Alcalá-Zamora: los incendios crearon a la República «enemigos que no tenía; quebrantaron la solidez compacta de su asiento; mancharon un crédito hasta entonces diáfano; motivaron reclamaciones de países tan laicos como Francia o violentas censuras de Holanda. Se envenenó la relación entre los partidos». Calla otro efecto, oculto pero no menos trascendental: su pusilánime gestión de la crisis al frente del gobierno le hizo perder el liderazgo moral y político de la derecha, y esa frustración le llevaría a sabotear a los nuevos líderes de Acción Popular, con efectos finalmente trágicos. En cuanto a Maura, ministro de Gobernación, había intentado atajar a tiempo los desmanes, sin conseguirlo por la oposición de Azaña y las izquierdas, y la indecisión de Alcalá-Zamora. A partir de entonces «dejé prácticamente de ser ministro de un Gobierno para pasar a ser cabo de vara o loquero mayor de un manicomio suelto y desbordado», empeñado en «la lucha a brazo partido con las bandas de insensatos que estaban hiriendo de muerte a un Régimen recién nacido, Régimen que les había devuelto las libertades y derechos».
«CALLEN Y AGUANTEN» DICEN DESDE LA IZQUIERDA
Cualquier historiador de mediana solvencia ha de dar a estos hechos su importancia política y psicológica, pero no suele ser así. Beevor los menciona muy de pasada, tergiversándolos y sin entrar en detalles: «Estos disturbios obligaron finalmente al gobierno provisional a decretar la ley marcial y reprimir con dureza a los revoltosos. Pero la derecha no olvidaría nunca la frase que se atribuyó a Azaña de que todas las iglesias de España no valían la vida de un solo republicano». Por algo el grupo Prisa y Santos Juliá han promocionado con tanto fervor el libro de Beevor. Todavía lo empeora Javier Redondo en la historia publicada por El Mundo: «La tensión se extiende por toda España y el Gobierno es censurado por monárquicos y católicos por su debilidad. En la mañana del día 11 los disturbios se recrudecen y la ira popular se concentra contra la Iglesia y particularmente contra los jesuitas. Arden varios conventos, iglesias y centros religiosos». Redondo llama «ira popular» a las tropelías de grupos de criminales, identificando —es tradición, como hemos visto— al pueblo con la delincuencia. Bennassar, más drástico, simplemente ignora el crucial episodio, refiriéndose meramente a «la indiferencia» de Azaña ante los incendios. Desde luego, queda muy en cuestión su aserto de un Azaña dedicado a «gobernar con la razón». Otros, incluso de derecha, atribuyen a la Iglesia una «reacción excesiva»…
Ninguno observa la reacción pacífica de los católicos ante agresión tan brutal y premonitoria, ni la crisis abierta en la opinión pública, ni las consecuencias políticas generales. Tengo la impresión de que estas omisiones encajan con el presupuesto de que, en definitiva, las izquierdas tenían cierto derecho a sus violencias, pues venían a resolver grandes problemas del país, y la Iglesia constituía un obstáculo a sus bellos proyectos. Esos historiadores simpatizan, más o menos claramente, con los mesianismos de entonces, y, de un modo u otro, hacen suya la democrática advertencia del periódico izquierdista La época a las derechas: «Callen y aguanten. La vida es así. Y hay que aceptarla como es».
Tampoco menciona casi ninguno de esos historiadores la gran cantidad de libros y bienes culturales e históricos quemados por tan «populares» delincuentes, amparados de hecho por el gobierno; acaso porque esa realidad suscita dudas sobre el mito de unos republicanos muy intelectuales y decididos elevar el nivel cultural de la población. Quede ese tema para otro artículo.
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