Se cumplen 80 años del fusilamiento del jefe y fundador de la Falange Española
José Antonio Primo de Rivera: un asesinato que algunos querrían enterrar en el olvido
«Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles.» Estas palabras las escribió un joven abogado madrileño de 33 años dos días antes de ser asesinado.
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Malos tiempos para los demócratas
Ese abogado se llamaba José Antonio Primo de Rivera, pero en España se le conoce más por el nombre de pila: José Antonio, a secas. En octubre de 1933 fue uno de los fundadores de Falange Española, un partido político -aunque él lo llamaba «antipartido», pues pretendía la abolición de todos los demás- muy influido (y también financiado) por el fascismo italiano de Benito Mussolini, pero también inspirado en el tradicionalismo español y la filosofía de José Ortega y Gasset, a quien admiraba José Antonio. Eran malos tiempos para declararse demócrata. La izquierda era mayoritariamente marxista y abogaba sin rodeos por la dictadura del proletariado (incluso el PSOE). La derecha tendía al corporativismo entonces en boga. La violencia política era muy habitual. En 1931 la Segunda República llegó con la quema de conventos y los actos violentos no dejaron de sucederse desde entonces. El PSOE, la UGT y la CNT competían en pistolerismo. La tercera vía entre la derecha cada vez menos demócrata y la izquierda totalitaria, el fascismo, se diferenció en el caso español por la religiosidad católica de Primo de Rivera y porque, sobre todo a diferencia del nazismo alemán, el asunto racial aquí era inexistente. El nuevo partido pronto se vería inmerso en la espiral de violencia política que sacudía todo el país.
Un idealista que prefería la derrota a una victoria deshonrosa
Aunque José Antonio no era ningún pusilánime ni un pacifista («no hay más dialéctica admisible que la dialéctica de los puños y de las pistolas cuando se ofende a la justicia o a la Patria», dijo en el discurso fundacional de la Falange), rechazaba la idea de responder a los crímenes con más crímenes -los pistoleros de la izquierda empezaron pronto a asesinar a falangistas-, y eso hizo que la prensa de derechas le ridiculizase apodándole «Juan Simón el Enterrador», asegurando que las siglas de su partido, FE, querían decir «Franciscanismo Español». En las propias filas falangistas había malestar por el rechazo de su jefe a una respuesta contundente. La reacción joseantoniana frente a esas voces quedó plasmada en febrero de 1934 en un texto escrito por el escritor falangista Rafael Sánchez Mazas, la «Oración por los Caídos de la Falange», que parecía inspirarse en los códigos de conducta de las antiguas órdenes militares:
«Ante los cadáveres de nuestros hermanos, a quienes la muerte ha cerrado sus ojos antes de ver la luz de la victoria, aparta, Señor, de nuestros oídos las voces sempiternas de los fariseos, a quienes el misterio de toda redención ciega y entenebrece, y hoy vienen a pedir con vergonzosa ingencia delitos contra los delitos y asesinatos por la espalda a los que nos pusimos a combatir de frente. Tú no nos elegiste, Señor, para que fuéramos delincuentes contra los delincuentes sino soldados ejemplares (…) A la victoria que no sea clara, caballeresca y generosa preferimos la derrota, porque es necesario que, mientras cada golpe del enemigo sea horrendo y cobarde, cada acción nuestra sea la afirmación de un valor y una moral superiores.»
José Antonio era muy buen orador. Tenía una prosa elegante, con una marcada tendencia a las figuras poéticas. Era un idealista. Incluso demasiado, se podría decir. Su perfil intelectual no era el habitual de un líder político, y menos aún el de un líder totalitario. Me pregunto si en un tiempo menos convulso su vida habría discurrido por otros parámetros ideológicos o por una vocación distinta de la política. Leyendo sus escritos de prisión llaman la atención, por ejemplo, sus reflexiones sobre las más diversas cuestiones, desde la literatura a los temas amorosos: no es la típica imagen que se nos presenta en las películas de un frío dirigente fascista.
Un anticapitalista que quizá habría acabado en prisión con Franco
Igual que otros movimientos fascistas, el pensamiento de la Falange era anticomunista pero también anticapitalista. En muchos aspectos era tan radical como la ultraizquierda actual, pues defendía la nacionalización de la banca y «de los grandes servicios públicos», pero al mismo tiempo reconocía la propiedad privada (un derecho que en la URSS no existía). Defendía la expropiación forzosa y sin indemnización de «las tierras cuya propiedad haya sido adquirida o disfrutada ilegítimamente», y la sindicalización de la agricultura. Esto motivó que no pocos anarquistas y comunistas acabasen en las filas de la Falange antes de la Guerra Civil, pues en ella encontraban un mensaje socialista combinado con un patriotismo muy alejado del internacionalismo marxista. Por supuesto, el franquismo no aplicó ni una pequeña parte de ese programa. Durante la dictadura no pocos falangistas suspiraban por lo que ellos llamaban «la revolución pendiente». Una de las grandes preguntas de los historiadores es qué habría pasado si el fundador de Falange llegase a sobrevivir a la contienda y hubiese tenido que ponerse de acuerdo con Franco. El propio José Antonio lo comentó en una entrevista concedida en prisión al reportero americano Jay Allen: «Yo sé que si este Movimiento gana y resulta que no es nada más que reaccionario, entonces me retiraré con la Falange, y yo… volveré a ésta o a otra prisión dentro de muy pocos meses.«
Una farsa judicial que culminó en una injusta condena a muerte
José Antonio, que se quedó sin escaño de diputado en las elecciones de febrero de 1936, fue encarcelado el 14 de marzo de ese año por posesión ilícita de armas, una acusación hipócrita si tenemos en cuenta que ese delito era habitual en las milicias de los partidos del Frente Popular, entonces ya en el poder. En junio le trasladaron a la Prisión Provincial de Alicante, de la que ya nunca saldría con vida. Allí estaba cuando estalló la Guerra Civil Española. Él, desde la cárcel, ya había cursado órdenes para que los falangistas apoyasen el Alzamiento del 18 de julio. En octubre se inició contra él una farsa judicial que culminó, el 17 de noviembre, con su condena a muerte, por un delito de conspiración. Por delitos mucho peores -dar un golpe de Estado contra la República en octubre de 1934, con cientos de muertos-, dirigentes del PSOE y del separatismo catalán fueron condenados a penas de cárcel, no cumpliendo ni dos años de prisión.
Un fusilado proscrito en un callejero plagado de fusiladores
Su fusilamiento, que sólo cabe calificar como un vil asesinato, se produjo el 20 de noviembre. Este domingo se cumplen 80 años. Ante el pelotón de ejecución situaron a José Antonio y a otros cuatro reos, pero la mayor parte de los disparos se dirigieron contra el fundador de la Falange. Aunque no dio orden de cometer crimen alguno y a pesar de ser víctima y no combatiente, hoy en día su nombre ha sido proscrito del callejero y de cualquier homenaje oficial, paradójicamente, en aras de la llamada Ley de Memoria Histórica, una ley que sin embargo permite que haya calles y monumentos dedicados a Largo Caballero, Dolores Ibárruri, Santiago Carrillo o Lluís Companys, todos ellos responsables de numerosos crímenes cometidos bajo su directa responsabilidad durante esa contienda. Como con tantos otros, con José Antonio la izquierda quiere enterrar el recuerdo de una de sus víctimas, usando como excusa sus ideas antidemocráticas, como si fuesen mejores las de los totalitarios que dirigían entonces el PSOE, el PCE, ERC y otros partidos.
Su testamento
Si bien me siento distante de la forma de pensar del Jefe de la Falange, sí que me ha conmovido leer al preso de Alicante, ese joven que repasaba su vida desde su celda, con tiempo para afrontar las reflexiones que quizá no le permitió su intensa actividad política. Y aquí vuelvo a donde lo dejé al principio de esta entrada: su testamento, quizá uno de los documentos más conmovedores de esa cruenta guerra entre hermanos. En esas hojas, José Antonio, sabiendo próxima su muerte, deja lugar al arrepentimiento: «Que esa sangre vertida me perdone la parte que he tenido en provocarla», decía sobre sus camaradas asesinados, pero también reflexionaba sobre la matanza que estaba teniendo lugar en las ciudades y en los campos de batalla, a propósito de las reacciones que observó durante la farsa judicial que le condenó a muerte: «observé que muchísimas caras, al principio hostiles, se iluminaban, primero con el asombro y luego con la simpatía. En sus rasgos me parecía leer esta frase: «¡Si hubiésemos sabido que era esto, no estaríamos aquí!» Y, ciertamente, ni hubiéramos estado allí, ni yo ante un Tribunal popular, ni otros matándose por los campos de España.« Sobre su defensa ante el tribunal, comentaba: «Quizá no falten comentadores póstumos que me afeen no haber preferido la fanfarronada.» Personalmente no se lo afeo, al contrario. Incluso desde la discrepancia, emociona leer a un reo de muerte palabras como las que escribió él al final de su testamento:
«En cuanto a mi próxima muerte, la espero sin jactancia, porque nunca es alegre morir a mi edad, pero sin protesta. Acéptela Dios Nuestro Señor en lo que tenga de sacrificio para compensar en parte lo que ha habido de egoísta y vano en mucho de mi vida. Perdono con toda el alma a cuantos me hayan podido dañar u ofender, sin ninguna excepción, y ruego que me perdonen todos aquellos a quienes deba la reparación de algún agravio grande o chico.«
Leyendo esto cualquiera se da cuenta del motivo por el que algunos no quieren que nadie le recuerde. Los mismos que hoy casi han condenado al olvido al socialista moderado Julián Besteiro, a los anarquistas Melchor Rodríguez García (el «Ángel Rojo» que salvó a tantos de ser asesinados) y Ángel Pestaña (que se opuso al terrorismo en la CNT y acabó siendo relegado en ella), y a otras personas que pusieron una pizca de decencia y de humanidad en medio de tanta sinrazón. Por lo que a mí se refiere, y al igual que ellos, José Antonio tiene mi respeto. Descanse en paz.
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