La izquierda quiere ganar la batalla del lenguaje. Explicamos de dónde viene y adónde va un termino añejo que ha vuelto para quedarse

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La izquierda quiere ganar la batalla del lenguaje. Explicamos de dónde viene y adónde va un termino añejo que ha vuelto para quedarse.

Después del debate de los candidatos a la presidencia del Gobierno y los posteriores comentarios sobre los dos bloques, después también de los últimos mítines en los que la izquierda ahonda en unir a las “tres derechas” como si fueran una sola y apelar al voto del miedo al fascismo, después de que Pedro Sánchez intentara sacar rédito de la exhumación de Franco, la palabra “facha”, que en los últimos meses, ha vuelto al vocabulario de la calle, se expande para señalar todo aquello que no se corresponde con el ideario socialista. Conviene recordar de dónde viene y a dónde va un término que de tan usado ha perdido significado:

«Facha» deriva de la pronunciación de las italianas «fascio» y «fascista». El origen no está en el uso que el fascismo pudiera darle en su publicística, sino justamente al contrario: en la propaganda comunista. El término era útil: era posible vincular el concepto político con la cercanía a la definición popular de «facha» como alguien con mal aspecto, un «mamarracho, adefesio», dice el diccionario de la RAE, y como sinónimo despectivo de «fascista», entendida como persona de «ideología política reaccionaria».

Esta última acepción admitida por nuestra Academia presupone el fascismo como reacción frente al resto de ideologías, incluido el comunismo y el nacionalismo. El fascismo sería así contrario al devenir de la Historia, su progreso, ante la bonhomía del resto, que no tienen esa descalificación. Por ejemplo, «estalinismo» es definido por la RAE simplemente como «régimen comunista totalitario impuesto por Stalin en la Unión Soviética en el siglo XX». No hay valoraciones sobre su carácter dañino para los derechos humanos y, en consecuencia, como intrínsecamente reaccionario, ni siquiera hay una mención a su actitud antidemocrática, como sí hace con la definición de «fascismo».

En esta conclusión que afecta al lenguaje y, como explicó Kant, a la construcción mental de la realidad, han concurrido dos circunstancias. La primera es la victoria de una Filosofía de la Historia en la que la idea de progreso está marcada por el cumplimiento de las aspiraciones de la izquierda. No en vano el concepto «progresista» es propiedad retórica de las distintas versiones del socialismo, desde la socialdemocracia hasta el comunismo. El «avance» de la Humanidad solo tiene una dirección, y es la marcada por los izquierdistas. De hecho, desde 1945 el centro político –el cinco en la escala de uno a diez–, se ha ido desplazando hacia los postulados socialistas.

Los voceros del leninismo

La segunda razón, muy vinculada a lo anterior, es la eficaz propaganda comunista desarrollada desde la década de 1920, y retomada por la Nueva Izquierda desde 1968. Willi Münzenberg (1889-1940) puso en marcha desde 1921 un plan para que los intelectuales occidentales se convirtieran en los voceros del leninismo. Compró o convenció a muchos escritores y periodistas, profesores y filósofos, que se dedicaron a mentir sobre la URSS, a vender supuestos logros y ocultar la miseria y el crimen. El lenguaje era la clave para conseguir adeptos, forjar nuevas generaciones de comunistas y ganar la hegemonía cultural, como señalaron Max Adler y Antonio Gramsci. Desde ese momento, todo aquel que no simpatizara con el comunismo era considerado «fascista». Incluso George Orwell escribió en 1944 que esa aplicación general vaciaba de sentido el concepto, lo que llevaba a usarlo como simple «palabrota». Sí, pero una palabrota con sentido político que blanqueaba el comunismo, el cual carece en nuestro idioma de sustantivo peyorativo.

La irrupción de los populismos de derechas –que no los de izquierdas– ha resucitado la palabra «fascista», a pesar de la incorrección intelectual de calificar con una terminología exclusiva de la década de 1930 a movimientos del siglo XXI, como ha señalado Stanley Paine, o se puede leer en el clásico de Robert O. Paxton «Anatomía del fascismo».

Esa superficialidad del discurso actual, que tiene una intencionalidad, no solo está en las palabras de partidos de izquierdas y de medios de comunicación, sino que se ha visto reflejada en la aparición de títulos sorprendentes. Uno de ellos es «Fascismo. Una advertencia», de Madeleine Albright, otrora mandataria respetable, o el interesante «Antifa. El manual antifascista», de Mark Bray, donde se identifica como fascista prácticamente a todo aquel que se opone a la utopía izquierdista o que denuncia su hegemonía cultural.

La victoria de Donald Trump ha sido determinante para la resurrección del término «fascista». El estudio más serio tiene en España un título significativo: «Facha. Cómo funciona el fascismo y cómo ha entrado en tu vida» (2019), del norteamericano Jason Stanley. Ahora bien, la conclusión es paradójica y contradictoria, hasta el punto que parece que sin querer define a la izquierda: el facha adquiere peso social gracias a la propaganda sobre la historia, la sexualidad y la libertad de expresión, a la mitificación de episodios históricos y personas, a la identidad colectiva, al uso de la educación y del lenguaje, a la visión de la sociedad dividida entre los de arriba y los de abajo.

El facha, dice Stanley, se enmascara en crítico de lo políticamente correcto. Es muy posible que Jean-François Revel, tras reírse de tal simpleza, hubiera recordado el mal que hacen a la democracia los intelectuales que sacrifican la realidad a la ideología.

“Alerta antifascista”

Pablo Iglesias pronunció una «alerta antifascista» cuando la izquierda perdió las elecciones andaluzas de diciembre de 2018. Sus seguidores, junto a los socialistas, rodearon el Parlamento andaluz y tomaron las calles. Los otros eran «fachas». No hubo un repudio general a esa actitud autoritaria por la tolerancia hacia esas maniobras si proceden de la izquierda, y a que el término ha pasado al lenguaje corriente y al imaginario colectivo para todo aquello contrario al ideal socialista. Así, «fachas» son los Reyes Católicos o el almirante Cervera –según Ada Colau, o los tres partidos del centro-derecha, a los que se califica de «trifachitos», como hicieron Susana Díaz y la ministra Dolores Delgado –quien añadió «trifálico»–. Además, es calificado como propio de «fachas» el uso de los símbolos nacionales como la bandera, o incluso la aplicación de la Constitución para el mantenimiento de la unidad de España cuando hay un golpe separatista.