El origen del Orujo de Galicia, un emblema del espíritu gallego
Las sobremesas en Galicia son algo muy serio. El poder de reunir a amigos, familia y conocidos alrededor de la mesa es algo muy apreciado en todas las culturas, y especialmente en la gallega, donde guardamos una relación tan estrecha e íntima con el mundo gastronómico. Por eso, no es de extrañar que una buena comida o cena termine con una sobremesa que se alarga entre dulces, quesos, cafés y licores.
El momento del postre en tierras gallegas es un festival de sabores, colores y experiencias, donde, además de frutas o el clásico queso con membrillo; destacan dulces únicos de nuestra cultura como los melindres, las filloas, las orejas, la tarta de santiago… Y, sin duda, uno de los grandes culpables de la fama que tienen las sobremesas gallegas son los licores y aguardientes de nuestra tierra. Su elaboración y evolución son únicas en el mundo, y es por eso que están categorizadas con una Indicación Geográfica Protegida. Todos los licores amparados por este sello están elaborados a partir del Orujo de Galicia, por lo que es esencial utilizar una base de alta calidad para conseguir licores que merezcan la pena.
Orígenes de un producto único
Si no estás muy al día en lo que producción viticultora se refiere, te preguntarás qué es eso del “orujo”. Pues bien, se trata de la piel de la uva (u hollejo), después de ser exprimida o prensada para la creación de vino. Sin embargo, su utilidad es, casi siempre, la de crear aguardiente y demás destilados, por lo que genéricamente se le llama “orujo” a cualquier tipo de bebida alcohólica con estas características.
El proceso de destilación para obtener alcohol no tiene un origen o inicio fijo, ya que es una práctica tremendamente antigua, que se suele atribuir a la cultura árabe. Sin embargo, existen pruebas que demuestran que otras civilizaciones más antiguas, como los egipcios, ya contaban con pequeños aparatos de destilación. No obstante, la obtención del alcohol a través de este método no se desarrollaría hasta principios del siglo IX. Esta práctica, en un principio destinada a usos cosméticos, fue variando ligeramente hasta tener fines medicinales, siendo uno de sus mayores difusores en Europa el valenciano Arnaldo de Vilanova. Poco a poco fue extendiéndose por todo el territorio europeo como remedio contra dolores de cabeza, gripes, catarros y mil enfermedades más. ¡Se usaba incluso en el campo de la veterinaria!
Unos cuantos años después, durante el siglo XVII, comenzaron a aparecer alambiques destinados exclusivamente a la destilación de orujos. Gracias a la gran influencia del Camino de Santiago y la multitud de monasterios. conventos y órdenes religiosas de Galicia; los conocimientos de alquimistas de todo el mundo llegaban a tierras gallegas, donde se fue perfeccionando el proceso de destilación hasta alcanzar altísimos niveles de calidad.
Una bebida hecha por y para los campesinos
Antiguamente, el aguardiente no era un producto tan reconocido como ahora. Al fin y al cabo la elaboración de vino dejaba como excedente la piel u hollejo de la uva, lo que daba lugar al aguardiente, que era considerado una bebida destinada a los marineros y a los labriegos. Una relación que se fue integrando poco a poco en el imaginario colectivo, llegando a crear una costumbre basada en tomar una copita de aguardiente por la mañana para, según se decía (y se dice) “matar el bicho”. Era una bebida con una alta graduación alcohólica, que según los propios campesinos, “refrescaba cuando hacía calor” y que calentaba “cuando hacía frío”. Esta integración de una bebida con una graduación tan alta también tiene su contra, por supuesto, ya que parte de la población gallega tuvo que lidiar con problemas derivados del consumo excesivo de aguardiente.
Sin embargo, con el paso de los años, se fueron creando y elaborando nuevas bebidas “espirituosas” con el aguardiente de orujo como base principal. Desde licores de hierbas hasta preparaciones como compotas de peras y manzanas. Uno de los más conocidos es el famoso vino abofado, que se trataba de vino tinto al que se le cortaba la fermentación con aguardiente para que se transformara en una bebida más dulce.
Llegó a producirse tales cantidades de aguardientes que en el siglo XVII existen referencias que muestran el gran interés extranjero en los destilados gallegos, llegando a países como Holanda. Sin embargo, el volumen exacto es totalmente imposible de calcular, ya que la destilación de aguardiente siempre ha tenido un carácter totalmente tradicional, impidiendo la medición de la producción y consumo de este tipo de bebidas. De hecho, es típico que un buen restaurante gallego cuente con sus propios destilados, que ofrece de manera gratuita a sus comensales.
De cuando destilar era delito...
Según el Consello Regulador de Aguardentes e Licores Tradicionais de Galicia, una estimación aproximada señalaba que en 1950 existían en Galicia unos 2500 alambiqueiros o destiladores ambulantes, que llegaban a producir unos 46.000 hectolitros a los que hay que sumar otros 17000 destilados en instalaciones fijas.
Sin embargo, a finales del siglo XIX se prohibió la destilación de orujo para producir aguardientes, ya que se extendió la idea de que esta bebida podría ser letal por los componentes que incluía. Poco a poco la producción de aguardiente se fue legalizando en partes de Galicia, pero con grandes complicaciones. Una de ellas tenía que ver con el uso del “capacete o capuchón”, que debía depositarse en el ayuntamiento tras haber tenido lugar la destilación.
A partir de 1927, con un Régimen Especial de Destilación de Aguardientes, se elaboró un tipo de tributación específico por realizar el aguardiente y se autorizó el uso de alambiques portátiles, lo que produjo un gran desarrollo de la destilación de orujos en Galicia. Sin embargo, todo esto se anula con la publicación de otra ley en 1985, que obliga a destilar con aparatos en instalaciones fijas, lo que lleva a la desaparición de los alambiques portátiles. Todo esto fue un duro golpe para los poteiros tradicionales, y la destilación clandestina aumentó considerablemente.
Y el orujo se transformó en símbolo
Sin embargo, fruto de la fuerte relación entre la población gallega y la producción de vino y aguardiente, en el año 1989 se establecieron las ansiadas medidas para poner en marcha la creación de instalaciones fijas para la destilación de orujos y proteger este y otros productos derivados a través de una denominación específica. El primer reglamento de la denominación específica Orujo de Galicia de su consejo regulador es aprobado en 1993, estando en la misma categoría que los marc franceses, las grappas italianas, las bagaçeiras portuguesas y los tsipouros griegos.
La implicación cultural del aguardiente y de sus derivados bajo el sello de indicación geográfica (el licor café, el aguardiente de orujo y el licor y el aguardiente de hierbas) es un signo de identidad de la población gallega (y si no, que se lo pregunten a la queimada). La próxima vez que tomemos una copa de aguardiente podemos tenerlo claro: estamos bebiendo un trocito de la historia de Galicia. ¡No hay mejor motivo para brindar!
La queimada gallega: rito y tradición a golpe de aguardiente
Son pocos (por no decir menos) los gallegos que no han tenido contacto alguno con el ritual de la queimada. Este proceso, de discutido origen, llega a nuestros días como un símbolo de orgullo y de reafirmación de una sociedad, la gallega, fuertemente influenciada por un imaginario único, fruto de su localización privilegiada y de la mezcla de culturas que han dado forma a su historia desde sus comienzos.
Para aquellos que todavía son novatos en esto de los conjuros, debemos decir que la queimada se trata de una bebida alcohólica que lleva consigo la ardua tarea de combatir maleficios y de la que se dice que funciona como protección contra seres malvados. Su origen se suele atribuir a las poblaciones celtas que habitaron Galicia, aunque se haya confirmado que esta posibilidad no es cierta, ya que el aguardiente (principal ingrediente de esta bebida) no podía ser destilado hasta la llegada del alambique a nuestras tierras, ya por el siglo XII. Por lo tanto, el origen de la queimada se suele situar un poco más cerca de nuestro tiempo en el eje cronológico, durante la Edad Media (que es cuando también se introdujo el azúcar de caña, otro ingrediente principal de la receta).
También se baraja la posibilidad de que sea una evolución natural fruto del gran consumo de aguardiente que se realizaba en la Galicia rural, ya que tenía fama de medicina. El antropólogo Xosé Manuel González Reboredo plantea que sobre los años 50 se comienza a consumir esta bebida en reuniones sociales y familiares, a modo de festejo o de colofón tras una contundente cena. Una tradición que no tardó en popularizarse, ya que propició la aparición de los icónicos recipientes de barro, ideados especialmente para esta receta.
A pesar de que su supuesto origen celta es bastante discutido, la queimada sigue guardando el misticismo y simbolismo de la cultura castrexa. Se dice que la queimada simboliza los cuatro elementos, la tierra, el agua, el aire y el fuego; que tenían gran importancia en las culturas antiguas. La tierra viene representada por el pote de barro cocido, el agua por el aguardiente y el aire por donde subirán y se multiplicarán las llamas. El fuego es, por tanto, el gran protagonista, ya que se supone que purificará las almas de aquellos que beban la queimada y que será el encargado de proteger a los consumidores de cualquier tipo de meigallo.
De hecho, el componente mágico se muestra en todo su esplendor cuando se pronuncia el tradicional conjuro: “Mouchos, coruxas, sapos e bruxas…”, mientras se realiza la queimada. Este poema de tinte fantástico tiene un origen mucho más cercano, ya que fue creado en Vigo, en el año 1967, por Mariano Marcos Abalo. El conjuro tuvo tanto éxito que comenzó a distribuirse por toda Galicia sin la autorización de su autor, algo que consiguió arreglar en el año 2001 tras registrar la propiedad intelectual del mismo. Ahora, este conjuro que busca echar fuera cualquier tipo de maleficio y espíritu maligno es ya un tesoro popular.
La queimada se ha convertido con el paso de los años en un evento social en sí mismo, por lo espectacular de su elaboración y por el componente místico que guarda. El momento ideal para realizar este rito es el verano, ya que es preferente realizar la queimada en un sitio al aire libre (para ahorrarnos posibles disgustos) y por la noche, donde las llamas de la queimada muestran todo su esplendor. Es tradicional tomarla durante la noche de San Juan, aunque cualquier momento es bueno para echar fuera los males de ojo, sobre todo ahora que las reuniones sociales son tan limitadas y los momentos compartidos son tan pocos.
Pero ¿cómo realizamos nuestra propia queimada? Lo primero es tener una de las llamativas potas de barro cocido, con un buen cucharón y unas tazas o vasos (también de barro) para servir a las personas invitadas a la mesa. Es imprescindible contar con un aguardiente de gran calidad, para asegurarnos una buena combustión y un sabor final embriagador y dulce. También necesitaremos azúcar, unos 120-150 gramos por litro de aguardiente. Por supuesto, no pueden faltar la ralladura de naranja y de limón, y hay quien le suele echar granos de café (sin moler) o incluso piezas de fruta, como manzana o uva (aunque esto es un sacrilegio para los más puristas de esta bebida).
La preparación es relativamente sencilla, aunque siempre hemos de ir con cuidado de no quemarnos. El primer paso consiste en añadir el azúcar y el aguardiente en el recipiente de barro, donde añadiremos también las peladuras de limón y naranja. Para plantar el fuego nos serviremos del cucharón, donde pondremos un poco de azúcar con aguardiente y le prenderemos fuego. En cuanto se estabilice la llama, acercamos el cucharón al recipiente de la queimada para que empiece a arder toda la mezcla. Vamos removiendo poco a poco, sin llegar al fondo. Si queremos impresionar aun más a los comensales, podemos levantar el cucharón para crear pequeñas cascadas de fuego (pero con cuidado, que nos conocemos). Añadimos durante este proceso los granos de café, y comenzamos a remover el fondo, que es donde se habrá depositado el azúcar.
A medida que la llama se va consumiendo, es de obligado cumplimiento recitar el conjuro para que las propiedades curativas y protectoras de la queimada funcionen. Dependiendo de cuándo apaguemos el fuego (podemos forzarlo con una tapa), el resultado final estará más o menos fuerte. La manera más tradicional es esperar a que el alcohol esté casi consumido y apagarlo con un soplido. Se trata de una bebida que se sirve caliente, por lo que es necesario contar con un recipiente que aguante bien el calor (normalmente unos vasos de barro cocido). Finalmente, solo nos queda disfrutar una bebida dulce, que reconforta el cuerpo (y el alma, según los celtas). Una tradición que sigue y seguirá viva a golpe de aguardiente. Meigas fora!
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